cómo no recordar

Se pone los audífonos y le da play a la misma lista de canciones que escucha hace 3 años. Perdió el interés por la música y solo la ocupa para evadir el ruido exterior. Por lo general no deja terminar ninguna canción y pasa a la siguiente para evitar ese corte. Los finales le aterran. Ha dejado la mayoría de los libros que empieza sin terminar, porque evita de sobremanera las despedidas. No se encariña, no abraza. No soporta ese espacio que disminuye y te permite sentir al otro, pero que súbitamente y sin aviso te abandona en la despedida. Porque nunca sabe si será el último. Ha hecho que su vida transcurra en puntos suspensivos.

Sin embargo, antes de que se dé cuenta, mientras va en el metro ignorando su vida, el reflejo de la ventana le muestra como una mujer más menos de su edad empuja una silla de ruedas, que lleva a un viejo caballero, hacia el interior del tren. Intenta determinar la edad del hombre, pero el viejo está tan deteriorado que la tarea le resulta imposible. Abandona esta cuenta, y sigue observando el reflejo sin que ellos noten lo atenta que va a sus movimientos. La mujer le dice algo al viejo, y este en voz temblorosa le responde riendo. «¿Qué habrá sido lo que le causó tanta gracia?» Si uno pudiese recordar exactamente como se produjeron algunas risas, poder recordar el sonido esas carcajadas, o esas sutiles comisuras en los labios sería más fácil -piensa.

La saca de su atención el sonido del parlante que le avisa que la próxima estación es su destino. Entonces toma su mochila, se da vuelta para preparase para bajar, y en ese encuentro real que no se da a través del reflejo, en un instante -aunque los mira- deja de verlos. En esos tres minutos que el tren demora llegar a la estación, revive aquello que nunca vivió porque le fue arrebatado. Entonces es ella quien empuja la silla, y quien hace reír al viejo. Y da igual si el pelo de éste es castaño, gris o negro, ni siquiera se fija si alguna de sus características le recuerdan a él, el viejo deja de ser el viejo y comienza a ser su padre. Imagina a dónde lo llevaría, qué le contaría, qué hablarían y por qué se molestarían. Sólo bastan esos tres minutos para reescribirse en su imaginación, y aunque lo evite, el final llega, y debe despedirse de ese momento que nunca tuvo a penas esa sacudida propia del metro llegando a una estación la hace volver a la realidad. Se encuentra con lo que sueña y se despide de aquello cada vez que se topa a un viejo en silla de ruedas en la calle. Y dice que odia las despedidas. Pero lo cierto es, que imaginar las posibilidades que le fueron arrancadas del cuerpo, es la única manera que tiene de encontrarse, aunque sea por tres minutos, un poquito mejor.